Juan Ernesto Jiménez, un soldado sevillano que había
salido de la península, por órdenes de
la corona, se había embarcado en una travesía prolongada de varios días hacia la
región de las Antillas. Su misión era la de custodiar varios presos que habían cometido
delitos graves en la provincia de Ávila e iban a ser transferidos hasta el
presidio del Morro en la isleta de San Juan Bautista, porque las cárceles en
esta región ya no daban abasto. Diego Ortiz, un soldado Andaluz de la provincia
de Cádiz, se encontraba también en la embarcación. Ambos venían a la región del
Caribe con la intención de quedarse como soldados de presidios ya que en la
península se empezaban a movilizar soldados hacia el este donde se peleaba
guerra contra Francia que trataba fuertemente de romper la unión de Países
Bajos Españoles.
-Oiga,
Che usted si que se la ha pasau’ cagando en toda la marcha.- le
gritó Diego mientras Juan Ernesto subía a estribor.
-Es que
esa agua que han subido acá me tiene hecho un cacao.- Le contestaba un poco acongojado y con el seño
fruncido mientras se agarraba la panza. -Pásame
un cigarro.- Terminó diciéndole.
En el barco venía una tripulación de 42 hombres y unos
11 presos. Las órdenes de los soldados eran claras: conducir a los presos hacia
el presidio ubicado en la isleta de San Juan, en el fortín del Morro y
presentarse ante el oficial a cargo de las actividades de vigilancia. Entre los
allí presentes había en su mayoría hombres
maduros que ya la había pasado de largo y no tenían nada que perder en coger un
barco hasta un lugar lejano. Nunca faltaba el sádico y uno que otro loco que
señalaban las pendejases y cuando se unían no había dios que los callaras de
tanta bazofia que hablaban..
Llevaban unas veintidós noches en el mar ante una que
otra lluvia que mojaba el madero pero sin mucha intensidad. El viaje había
tranquilo ameno aunque los presos se quejaban en rabia de la porquería de
comida que le daban los soldados encargados. Algunos estaban enfermos con
tuberculosis y comenzaban a contagiar a los demás. Los tenían en la parte
inferior de la embarcación, en un espacio mediano preparados con rejas, donde
metían a todos por igual.
Ya en la madrugada del día veintitrés el barco se
acercaba a tierra y se veía a los lejos una que otra isleta y cayos pequeños
sin ningún tipo de habitantes. Los
viajantes se preparaban y acomodaban su equipaje para bajar donde quiera que se
detuviera el barco. Se sentía algo de alegría ya que se empezaba a sentir que
estaban acabando las provisiones y leves dosis de desesperación empezaba a
palpar entre los más frágiles. El barco lentamente fue entrando a la boca de
una bahía tranquila, donde yacían otras embarcaciones mercantiles, sin
percibirse mucha actividad en ellas. Era de madrugada y solo unas pocas
personas se veían en los alrededores del estrecho puerto de madera que salía de
la bahía.
Los soldados hicieron lo propio y encadenaron a los presos
con mucha meticulosidad; uno que otro se puso trapos en la cara por eso de que
no se le pegara la enfermedad. Los ubicaron uno detrás del otro con esposas en
las manos y las piernas, poniéndolos en marcha. Los bajaron del barco, donde
los esperaban varios soldados encargados de la revisión aduanera, ellos los
encargaron a otros que estaban cerca del puerto para que los llevaran hasta el fortín
de San Felipe del Morro donde se encontraban la cárcel.
Diego y Juan Ernesto se mantuvieron juntos y se
encargaron juntos con los nuevos soldados de la isla de custodiar a los presos
hasta el fortín. Ciertamente ambos podían darse cuenta que habían llegado a un
puerto desorganizado donde el mando los tenían los militares encargados de recibir las
embarcaciones de la bahía. A medida que iban llegando al Fortín podían apreciar
las diferentes estructuras entre las cuales las más grandes claramente tenían
que ver con la milicia.
Ya entrando la mañana la aurora inundaba el espacio
haciendo que los locales salieran de sus casas. Se veía algunas señoras que
andaban con sus bolsas, uno que otro señor hablando en la esquinas y señalando
para el puerto y mirando a los soldados que custodiaban los presos. Mientras
más se acercaban a la estructura de piedra, un leve hedor a eses y aguas podridas iban dándoles a los soldados
andaluces que llegaban al fortín. A los presos claramente no les quedaba de
otra que aceptar con resignación que amparase a su designio. Poco a poco que
iban acercándose al área de las celdas el olor se hacía más fuerte.
-Van 32
muertos de lo que llevamos de año. -dijo uno de los soldados que escoltaba a los nuevos
presos.
– por semana sacábamos de 2 a 3
cuerpos.- continuó.
Juan aunque sentía cierta pena y le quedaba algo de
humanidad ante las condiciones donde iban a dejarlo, prefirió callar y solo
pensó para tranquilizarse que a cada uno le toca lo que merece.
La cárcel era un lugar oscuro donde se respiraba
muerte. Los soldados que cumplían con el turno de vigilancia casi nunca se
involucraban con los presos que se encontraban allí. Hablaban lo necesario y
cumplían con lo mínino. En el centro de la celda había un hueco donde los
presos tenían que hacer sus necesidades. Habían días que este hueco se tapaba
provocando que el hedor se volviera insoportable y todos los gases inundaran el
área de la celda. La gran mayoría de los presos terminaban vomitando lo poquito
y malo que tenían en el estomago junto con la bilis quedando muchos muerto por
deshidratación y perdida de nutriente.
Juan Jiménez odiaba el trabajo en el fortín, pero por
su personalidad y eficiencia se había ganado el aprecio de los oficiales. Estos
lo utilizaban para darle tareas y diligencia personales a las postrimerías de
la ciudad salvándose de las pesadas vigilancias de las celdas. Mucha veces este
era puesto a vigilar el área superior de fortín que daba para la bahía pasando
horas muertas mirando el oleaje y fumando varios cigarros mientras pensaba en
su vida en la península.
Cuando no se encontraba custodiando presos, Juan se
iba a descubrir los montes adyacentes a la ciudad. Ciertamente sentía cierta
fascinación con la gran belleza de estos montes que muchas veces le regalaba
frutas tropicales, como china, parchas y guayabas. Casi siempre iba solo hasta
un riachuelo que los locales llamaban Rio Piedras. Allí nadaba desnudo como despojo
de toda esa vida gris del pueblo.
Un día había llegado temprano porque su turno era en
la noche. Como de costumbre se quitó la ropa y se tiró al agua. Luego de pasar
un rato, mientras se desplazaba nadando suavemente de espalda, sintió que chocó
con algo, no sabía bien que era pero no sintió peligro. Era una dama.
-Concha e tu
ma’..! -respingó el hombre
La mujer aunque asustada trato de mantener la
compostura y mirándolo fijamente preguntó en voz alta: - Quién eres?
-Me llamo
Juan, Juan Jiménez.
Mientras contestaba
miraba tan finas facciones que adornaban aquella mujer. – ¿Y tú? - Era una dama de
piel morena clara, pelinegra, labios
carnosos y ojos grandes con pestañas saltantes.
-Mi
nombre es María Ines.- respondió ella, mostrando seguridad
Aquel momento causaba en ambos extraños una ligera
vibra lujuriosa aunque ambos hacían todo lo posible para que no se notara la
costura. María se alejó nadando manteniendo la distancia.
-¿Y qué haces
acá? ¿Vienes mucho? – preguntó Juan con curiosidad, tratando de conocer un
poco más del misterio de aquella mujer.
- Lo mismo que
tú, nadando en el río. Es extraño encontrar a otras personas por aquí.
Debería
preguntar yo ¿Qué haces tu aquí?, se nota que no eres de esta área; conozco a
casi todos los vecinos y nunca te había visto.
-Pues no-
Juan replicó - Vengo aquí a veces cuando
no me toca custodiar las celdas, vengo hasta acá porque aquí no hay peste –
dijo riéndose.
- Así que eres
soldado. – dijo María mirándolo extrañamente. -Mi padre estará teniendo una fiesta mañana en la tarde; habrá muchos amigos y gente del pueblo.
Podrías participar y así podríamos conocernos un poco más. Si no tienes nada
que esconder claro está.
EL hombre mordió por la invitación tan clara que le hacía
aquella guapa mujer, solo sonreía: - Me
encantaría. ¿Cómo llego?
-
En el
camino hacia acá desde la isleta hay tres entradas la tercera toma a tu mano
derecha en donde veas un palo de tamarindo majestuoso, caminas hasta el final y
busca los corrales de animales que estos te llevaran hasta la casona.
Juan sabía que no podía estar más tiempo en la charca
y le pidió que excusara porque tenía que volver y el virar le tomaba algo de
tiempo. Ella con mucha gracia se despidió sin contacto alguno y le dijo que le
esperaba mañana en la fiesta.
Ambos nadaron hacia sus prendas viéndose a lo lejos el
contorno de sus cuerpos desnudos pero la distancia no permitía lograr definir
los detalles.
Juan volvió hacia la isleta, cantando y silbando felizmente
y pensando en lo que podría suceder al
otro día con María Inés, la guapa mujer de la charca de Río Piedra.
Esa noche Juan Jiménez se perfumó con colonia que
compró a un precio medio alto. Juan vivía solo y siempre le sobraba algún
dinero para ese tipo de cosas.
Antes de que el sol se pusiera salió de su cuarto para
que el camino no le cogiera la noche. Se llevo un quinqué que planeo esconder
por algún matojal para cuando volviera tener algo de luz. Al rato de caminar el
tramo que le había dicho María Inés, pudo percibir una casona en cual en su
patio se alumbraba con algunas antorchas. Rápidamente vio una fogata encendida
donde se cocinaba un cerdo grande y robusto.
En aquella parcela había gente muy elegante y
galardona, pero no rallaban en la finura peculiar de la nobleza, sino más bien
cierto explayamiento pueblerino pero sin
perder el recato.
Juan al principio se sintió algo intimidado ante la
concurrencia de aquella fiesta pero cuando divisó a María Inés, se dirigió
hacia donde ella con cautela tratando de que ella se diera cuenta de su
presencia.
- Pudiste llegar – le dijo María Inés,
virándose hacia él.
**********************
Aquel caballero estaba galante y dispuesto. No podía
imaginar lo que aquella mujer le propondría luego de haberse presentado y haber
compartido un rato en la fiesta
Ven
conmigo. – le dijo María a Juan.
¿A dónde? –
pregunto él.
A un
sitio, te voy enseñar algo– contesto ella. – Ven.
Ella se dispuso a caminar rápido para escapar
desapercibidos; Juan caminaba detrás de ella tratando de alcanzarle el paso. Una
vez adentrados en el monte y escondidos de todos, María comenzó a correr de
forma traviesa intercambiando miradas fugases que solo decían sígueme en
silencio. Juan, solo siguió detrás de ellas con su corazón rápido de la emoción
que esta mujer le causaba.
-
¿Qué me
quieres enseñar?-, pregunto a María tratando de acercarse.
-
Solo si
me atrapas…-, respondió ella.
En eso empezó a correr más rápido sucediendo algo. En
los pasos rápidos que daban entre los matorrales María resbaló con una
guanábana podrida cayendo drásticamente al piso golpeando el piso rocoso del
riachuelo donde ella quería llegar. Juan que iba un poco atrás solo oyó un
resbalón. Al verla, corrió donde ella, para ver que había sucedido y levantarle
de donde se encontraba. Juan entró en desespero y trato de levantarla; en eso
vio sangre que corría por la cabeza y salía de la nariz. Juan intentó
levantarla agitándola, tocándole en la cara
y hablarle pero no conseguía respuesta de ella, no había gemido, no
había queja. Sus parpados estaban pesados y sus manos no respondían a
movimiento alguno. Juan solo dijo para sí – está
muerta…
Juan entró en desespero y no encontraba qué hacer con
el cuerpo de María tirado en el piso. Pensó en volver a la casa para decir lo
sucedido pero eso sería su penuria y nadie le creería; pensarían que fue él que
le había hecho tal cosa.
Comenzó a correr rápido sin parar. Abandono el lugar
antes que cualquiera se enterara que aquella mujer que conoció en el rio
pereció en aquel tramo baldío y maldito. Solo pensaba en correr y maldecía el
momento en que aceptó la invitación de la dama a ese sitio. Sabía que lo
buscarían porque una mujer con segundo nombre Inés no es cualquier mujer, así
que corrió. Pero saliendo y haciendo
camino por los yerbajos velozmente, se topó repentinamente con un hombre de
collares, era de tez oscura y vestía de blanco. Juan solo vio como este lo miró
sordamente como si supiera a donde lo llevaría tal infortunio.
Así comienza la tragedia de Juan Jiménez.
Este relato ocurrió en Puerto Rico durante 1698.
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